domingo, 4 de diciembre de 2011

Disertaciones metafísicas. 2.

Bienvenido de nuevo, querido lector, tú que hoy, esta noche nublada y sin Luna, vuelves a leer las letras que derrochan estas manos, el contenido del jarrón volcado de mi alma.

En esta ocasión hablaremos de algo que el ser humano ha incluido en su vida como algo absolutamente natural, algo casi probable empíricamente. Te hablo, amigo lector, de la metafísica. La llamada trascendencia, el ser más allá de las cosas, lo abstracto.

En primer lugar, has de saber que mi alma, y qué paradójico resulta hablar del alma cuando no se tiene consciencia de que la misma exista, es un ente escéptico por naturaleza: mi realidad es pura biología, física, química, así que ya estarás plenamente situado para leer lo que vendrá a continuación, querido lector.

Pues bien, comencemos por lo básico: ¿De dónde procede el conocimiento humano de que existe algo más allá? Si nos remontamos a los albores de la Tierra, podría jurarte, bienamado lector, que las células eucariotas y procariotas no se preocupaban de si hay algo o no más allá. Si seguimos el hilo de este argumento a través de la evolución animal, podríamos constatar que pocos animales (y entiéndeme, lector, digo pocos por no negarlo completamente, aunque es éste mi pensamiento) se han molestado en considerar qué le sucede a cada ente individual en la hora de su muerte.

Podemos dar respuesta a la pregunta del párrafo anterior de la siguiente manera pues: el ser humano se procuró una vida posterior en el momento en el que tuvo consciencia racional, en el momento en el que supo que el mundo era grande, que estaba solo y que tenía miedo, literalmente, a la oscuridad.

Porque efectivamente, amado lector, es del miedo a la oscuridad de donde surge el temor a la muerte. La muerte, entendida como una facultad biológica más, es sencillamente una consecuencia natural y lógica de un largo proceso: la muerte no es ni más ni menos que la parada, el descanso del número de células que conforman un cuerpo, el cual ya ha hecho todo lo que tenía que hacer en este mundo. Entendida así, la muerte no debe suponer más temor que el que supone comer, dormir o reproducirse. Sin embargo, desde los albores de la razón humana (y primate en sus orígenes) el ser quasihumano o humano se ha procurado una visión negativa de la misma: la carencia del ser querido no puede ser algo neutral (no digamos positivo), con lo que no queda más remedio que calificarlo de terrible, pésimo, odioso y hediondo. Putrefacto. Algo que se nutre de soledad y dolor, que no deja más que vacío y tristeza.

Así pues, el ser humano supuso (no confróntese con supo) que no todo debía terminar ahí; para el ser humano, la simple parada de células no era equivalente al dolor que se sentía al perder a alguien amado. De este modo, ya desde los primeros pasos sobre dos piernas de ciertos primates, se contempló con total "certeza" que había una vida más allá: unos lo llamaron descanso eterno, otros vida de placeres eterna, otros sencilla adoración eterna a un Dios.

Sin embargo, no quiero hacer pesada tu lectura, así que dejaremos este frente abierto para otra vez. Queda pues, pendiente, la segunda parte de esta no tan pequeña disertación. Más metafísica que nunca, todo sea dicho.

Bienvenu au monde réel.

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